martes, 28 de diciembre de 2010

FIN DE AÑO EN UNA CELDA.


Por Iliana Curra.

Quizás las huellas que deja una prisión son imperecederas. De ella sales, pero siempre estás dentro. En los recuerdos. Nunca puedes olvidar, aunque te lo propongas. Sobre todo, cuando tanta gente sigue sufriendo en las mismas condiciones de siempre. Cuando no acaba el castigo para los que han q...uedado atrás. Para los que han ingresado después de tu salida.

Los días son difíciles en una celda de castigo. Los minutos se convierten en días cuando pasan con la lentitud del tiempo estancado, ese que no avanza aunque lo empujes con tu imaginación. Aunque te transportes lejos para verlo deslizarse a prisa.

Días y días que transcurren con la sádica demora de un espacio que llenas con simples repasos de lo que fue y lo que pudo ser. Situaciones que ya no cambiarán porque no puedes, y porque tampoco quieres. La vida te enseña que cuando haces algo, si estás conciente de ello, está bien hecho. No hay espacio para el arrepentimiento porque hiciste lo correcto, o lo que creías correcto.

Una celda oscura donde ni las manos te ves. El frío del cemento donde único puedes sentarte te recuerda la humedad que cala tus huesos para siempre. El ruido de insectos por doquier te hace pensar que estás en medio de una selva, pero de una selva tenebrosa y solitaria donde pudiera aparecer en algún momento una rata que merodea buscando qué comer. Ella también tiene hambre.

Es 31 de diciembre de 1994. Un año que termina de una manera espantosa y piensas que mañana será, quizás, un año diferente. Donde todo pudiera cambiar para bien, o para mal…

La guardia trae una bandeja que apenas puedes ver. Como alimento contiene algo de arroz y un hueso largo que tiene –si acaso- unos milímetros de una carne de ave. Dicen que es de oca, y que es una comida especial para las presas en este último día del año. El olor es insoportable e, irremediablemente, saco la bandeja por debajo de la reja. No puedo ni probarla. Mi estómago me pide a gritos, aunque sea, ese salcocho mal cocinado para sostenerse. Pero no puedo comer.

Entiendo que estoy muy débil y que debería esforzarme para sobrevivir. El frío es intenso. Mis manos congeladas se esconden en los bolsillos de un abrigo hecho de tela sin guata, confeccionado expresamente para las reclusas. Mis uñas no dejan de estar moradas todo el tiempo y me invade una soledad que nunca antes había sentido.

Pienso en mi familia. En mis visita suspendidas para aumentar el castigo. Pienso en los otros prisioneros políticos, que como yo, también están padeciendo lo mismo, y quizás hasta peor. Pienso en Cuba y en los millones de personas que esperan que el próximo año venga mejor. Que se acabe esa dictadura que los oprime. Pero yo estoy libre. No importa que esté en una celda húmeda, oscura y solitaria. Soy libre y eso nadie lo puede cambiar.

A lo lejos, escucho las voces de dos muchachas recluidas en ese destacamento. Un destacamento construido a lo lejos del penal, adonde nadie llega, para encerrar a presas infectadas con el virus del SIDA. Ellas también están solas, lejos de su familia y sin esperanzas de salir vivas de la cárcel. Siento sus risas y una alegría momentánea por algo que no comprendo. Me alegro por ellas, al menos ahora se sienten lejos de esa muerte que siempre las acecha.

Mis oídos, adaptados al menor de los ruidos, sienten pasos a lo lejos. Se acerca alguien, pero no son las botas de la guardia las que vienen hacia mi celda. Son pasos pequeños y suaves que se deslizan corriendo. Una risa traviesa llega a los barrotes de mi celda como el canto de un pájaro. Dos caras risueñas y llenas de emoción se paran a unos pocos metros, y cuando se sintieron seguras al verme en la sombra, sus manos traspasaron las rejas frías de una noche invernal para, con sus puños cerrados, entregarme unos pequeños pedacitos de chicharrones de puerco que les habían llevado para comer.

Es algo que jamás podré olvidar. No fue la comida que me llevaron. Fue la acción que tuvieron acordándose de mí cuando me encontraba en los momentos más difíciles que he vivido. Cuando la noche era más fría y la nostalgia te invade hasta la saciedad. Cuando te sientes más sola que nunca. Cuando casi dejas de creer en la humanidad de un mundo indiferente sumido en su propio egoísmo.

No puedo evitar recordar aquello. En mi mente están vívidas esas imágenes de dos muchachas que ya deben haber muerto hace tiempo. Que sufrieron más que yo el rigor de una prisión porque estaban enfermas. Que supieron compartir con alegría sus alimentos porque sabían que yo apenas probaba el salcocho que me entregaban.

Ellas hicieron algo que estaba prohibido, pero se arriesgaron al castigo para hacerme feliz, al menos, con algo que yo comería. Y así, corriendo, con la misma travesura con que llegaron, volvieron a sus galeras felices de haber compartido conmigo lo poco que tenían para ellas. Me dieron una tremenda lección de que la humanidad aún existía.

Y en ese momento, como Ana Frank escribiera en su Diario, creí en la bondad innata del hombre.

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