miércoles, 26 de enero de 2011

AROMAS, EL INSTANTE Y LA EMOCIÓN.


Resulta extraño comparar los olores de dos ciudades tan entrañables para mí como La Habana y París. El perfume de la primera se perpetúa en la memoria cual una caricia de engañoso enamorado, en la segunda todavía vivo la fascinación del instante, y aún sus huellas hierven y entibian mis sentidos.


Una es pasión, otra es deseo. Ambas íntimamente mezcladas.


La Habana huele a mar, en el primer impacto. Recuerdo que del puerto hacia la Habana Vieja, emanaba provocante la brea, y después de un insolente aguacero la hierba fresca mutaba en matojos podridos y cuando desbordaban los alcantarillados y cloacas se revolvían toda suerte de aguas, la límpida del océano con la turbia de la bahía, también la de la lluvia y la de los albañales, entonces el suelo despedía un vapor ácido, nauseabundo, y humeaba un aliento plateado del empedrado recién pulido por los riachuelos provenientes de los empinados callejones.


A la madrugada el cielo se tornaba de un azul oscuro, y de su inmensidad descendía la frescura nocturna, brisa que resbalaba de la montaña al llano, y las nubecillas se empantanaban en nuestros escotes de adolescentes, cubriéndonos de un perfume entre dulzón y salado. A esa hora llegaba mi madre, de su piel fluía la mandarina y el cundeamor, y una sequedad penetrante a ron y a semen encartonado en su vestido.


La noche habanera filtraba efluvios de besos demorados e hilillos seminales, recorriendo entre los muslos de las muchachas y los traseros de los jebos, atajados con un pañuelo al final de los tobillos.


La alborada penetraba con su manantial de leche cortada, café, y madera recién estrenada en un pupitre escolar. El calor intenso tostaba la basura amontonada en las esquinas, el mosquero me conducía por un pasillo estrecho, del techo se derrumbaba mierda y orines. La maestra enjuagaba sus manos con naranja agria, remedio contra las manchas, y contra la peste persistente a bacalao. Me fascinaba sacarle la punta al lápiz y husmear en el grafito.

Si obviamos el hedor de las axilas parisinas y del metro, la ciudad trashuma mirra y melocotones. Una dama muy garzona a lo Guerlain pasea su yorkshire por los Campos Elíseos y su disimulado bostezo exhala gardenias.


De súbito huele a antibióticos, y la ambulancia se detiene a socorrer a un accidentado, el vómito tiñe un charco bajo el contén de la acera.


En el Jardín de Luxemburgo el agua del estanque refleja pétalos verdosos o lilas, muy en el estilo de los nenúfares de Monet, y yo ando tan distraída en esos menesteres, imaginando que vuelvo a tropezarme con Samuel Beckett leyendo junto a su gato, y justo en sus ojos, y que acabo de pisar un mojón de perro muy bien esculpido, cual una de las obras magistrales de Botero, o de Cárdenas.


Un hombre salpica loción de rosas desde sus rizadas pestañas y el elegante gesto me recuerda a un gran y antiguo amor que en las noches más largas del mes de junio se sumergía en tinas de leche y de Kuoros de Ives Saint-Laurent, subterfugio para atraer a las melusinas.


París huele también a baguette crujiente y a croissant recién horneado a la mantequilla. En las madrugadas húmedas de soledad invernal un cálido tinto de Bordeaux nos perfuma las entrañas.
Y más tarde, en el amanecer convidado, un té verde y unas madeleines proustianas: al llevármelas a la boca, y morderlas suavemente, mi nariz atrapa la sustancia nacarada de la bahía habanera.

 

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