viernes, 29 de octubre de 2010
MUJERES...Por Osvaldo Raya
A mis amigas y a mis ex alumnas, en homenaje a su arrojo.
A veces el macho cabrío en mitad de la montaña se echa, se detiene, hace un nudo de sí mismo, se tranca y cae. Y se lo puede ver hastiado y sin fe, durmiendo tres veces en la tarde la misma siesta; porque ya le ha parecido excesivamente agotador y largo el camino a la cumbre. Y es la hembra, entonces, quien toma su lugar y no renuncia. Con su cautela de cabra, se empina y reemprende el viaje hasta lo alto; a desplazar, incluso, de su trono, al águila soberbia. Y lo logra; y quedan, los suyos ‒incluyendo al macho‒, por fin, a salvo.
Y hay mujeres así, que empujan más que su hombre. Es ahí cuando tanto el macho cabrío como el hombre entran en pánico y se sienten con el orgullo demasiado herido y la antigua prepotencia acribillada. Una insólita virilidad ‒esa muy femenina virilidad de ying que asume el yang‒ los desafía y se impone la proverbial intolerancia del falo absoluto y único que decide derribar a ese otro falo ‒o aura de hembra con los colores de lo fálico‒ que se le aproxime o pretenda competir y ganar en las lides de su circo. Mas… ¡qué tontería! Ahora, aun echado, al lado de los áspides, el macho estalla de celos o de envidia y comienza la guerrita sucia, la ofensa. Él trata de humillarla a ella y le apunta ‒él‒ con su alabarda para derribarla de su ínfula nueva y tumbarle ‒a ella‒ el ala que le he crecido en los costados.
Y no. Yo no entiendo. ¿Por qué mejor el esposo no se siente más bien honrado y orgulloso, inflado de la gloria de la gran mujer que tiene y reconoce su instinto agencioso y sus esfuerzos; en vez de minimizarla a toda costa y hacerle creer, todos los días, que es incapaz ‒aunque esté viendo que sí, que es bien capaz y que de tal capacidad se beneficia‒ y que es ella la inútil, la estúpida, la inapetente y la que hace todo mal, hasta el sexo? ¿Por qué en lugar de zaherirla y criticarla no la premia y la pone en un altar de besos y de flores frescas, y junta su hombro incólume con el de ella? ¡Ah… pero ya entiendo!: Ese varón no es tan varón. Y sé más: El que se sabe pequeño no quiere crecer ‒no se esfuerza‒ y prefiere retorcerse y susurrarle al gigante la hiel y los dardos que van directo al alma noble y frágil y atizan la culpa y el descrédito de lo propio; con tal que se arrodille ‒el gigante‒ y se ponga a la altura de la hormiga.
Pero el hombre grande ‒o la mujer‒ es grande siempre; incluso, si se agacha para comer en la mesa del enano.
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