Estando en prisión conocí a muchas mujeres que cumplían condena por haber asesinado a sus esposos. Mujeres maltratadas, golpeadas brutalmente que, la única forma que encontraron para terminar con ese infierno, fue matar. Ellas viven en Cuba, la sociedad que muchos creen perfecta. A todas les ded...ico este relato de ficción.
Anoche se apareció. Me miraba profundamente. Tal parece que estaba arrepentido, aunque no me lo dijo. Solo me miraba. Quizás la soledad donde se encuentra lo esté haciendo reconsiderar su actitud para conmigo. ¡Tanto abuso! ¡Tantos años de horror viviendo con él! ¡Me dan escalofríos nada más de recordarlo!
Pero anoche fue diferente. Me vinieron a la memoria aquellos años en que lo conocí. Cuando su mirada era dulce y cariñosa. Fue cuando empezó a enamorarme y decirme cosas bonitas. Ya después todo fue diferente.
Cuando él llegó, yo no estaba dormida. Solo estaba echada en el camastro. Pensaba en mi vida que nunca lo fue. Por eso lo miré con odio cuando se asomó entre los barrotes fríos de mi celda. Estaba pálido y ojeroso. Se veía cansado y abatido. Arrastraba sus pies al andar. Algo que nunca hizo, pues sus pisadas siempre fueron fuertes y precisas. Como si coordinara cada paso con el sonido de sus tacones. Aún recuerdo aquellas pisadas enérgicas que tanto miedo me daban. Según sentía sus pasos, sabía que venía violento o bebido. O las dos cosas. Aunque había veces en que sólo llegaba bebido, pero no tan violento. Era cuando me exigía que hiciera el sexo con él. Así, sin preparación alguna. Era como descargar sus deseos libidinosos dentro de mí, sin importarle lo que yo sentía. Jamás le importó.
Pero, al menos, no me golpeaba. Aunque tengo que reconocer que me sentía tan humillada y tan mal como cuando me pateaba o me daba puñetazos que luego me dejaban la cara y los ojos hinchados. Al principio fue difícil. Me daba vergüenza salir a la calle, pero luego me fui acostumbrando. Como si fuera natural que mi esposo tuviera que golpearme, porque era parte de sus objetos personales. Yo era, además, su objeto sexual.
Anoche había frío. Por la pequeña ventana de la celda podía ver la inmensa oscuridad de afuera. El viento soplaba haciendo un ruido enorme. Me sentí bien al estar abrigada con mi vieja colcha. Peor estaba él. Amarillento y exangüe. Reflejando una tristeza más allá de lo normal. No recuerdo haberlo visto así jamás. En otros momentos hubiera levantado la colcha y se hubiera acostado a la fuerza a mi lado, aunque yo no quisiera. Con ese salvajismo que siempre lo caracterizó, y hubiera abusado de mí, como siempre hacía. Pero esta vez, no. Esta vez solo me miraba sin hablar. ¡Tenía miedo!
Quise sentir lástima, pero no pude. Me he vuelto una mujer dura. Quizás sea por todo lo que he tenido que vivir. Nadie pudiera imaginarlo, ni siquiera por unos segundos. Ya no conozco la piedad. Solo siento resentimientos que me son imposibles de evadir cuando lo veo. Todavía siento mucho odio. Me lastiman sus golpes. Me invade la rabia. Me duele la vida…
Estuvo ahí parado por mucho tiempo. Solo me miraba como ansiando algo que no pude entender. No creo que sea misericordia. Alguien como él no entiende de eso. Sus ojos vacíos miraban más allá de mí. Traspasaban mi cuerpo hasta llegar a la pared. Parecía un niño perdido en la inmensidad de una noche oscura y tenebrosa. Tenía miedo. ¡Él, tenía miedo!
Hoy por hoy estoy encerrada. Cumpliendo una condena por algo que llamaron asesinato. El juez, quien aparentemente no sabe lo que es que abusen de él, pidió una condena de 20 años. Como si los 20 años anteriores que viví casada no hubieran sido una condena también. Pero el juez solo sabe de leyes y sanciones absurdas. No entiende. No puede.
Dice que fue con alevosía y ensañamiento, pero yo no recuerdo. Solo puedo repasar en mi mente aquel momento en que levantó su mano y un puñetazo en el rostro fue como si me apagaran la luz. Cuando volví en mí, estaba tirada en el suelo. Sus patadas me hicieron volver a la vida. ¡Qué digo yo la vida! ¡A la agonía! Ya estaba cansada. Mi cuerpo ha recibido innumerables golpizas a lo largo de todos estos años. Tengo marcas que denuncian la crueldad con que me trataba. Pero de nada sirvieron. ¡20 años!
Pasaron unos minutos que parecían horas. Lo sentía beber. Era lo de siempre, lo de casi todos los días. Luego, cuando ya había vaciado la botella, vino hasta mí. Yo apenas podía moverme de los dolores. Tirada en el suelo y sin ayuda. Mis vecinos estaban habituados a escuchar esas golpizas a cada rato. Al principio, intentaron intervenir, pero era peor. Después lo dejaron por incorregible, y a mí en el desamparo más grande que tenga mujer alguna. Mi familia, lejos de apoyarme, se alejó todo lo que pudieron. En el fondo, creo que también le temían.
Fue entonces cuando lo sentí encima de mí. Trataba de forzarme una vez más, pero era tanto el alcohol que había ingerido que apenas tenía control de sí mismo. Pude moverme, no sé cómo. El cuerpo me dolía tanto que creí no poder levantarme jamás. Me sentí menos que nada. Tuve un miedo espantoso, pero a la misma vez, un coraje inmenso. Me viré como una fiera acorralada. Él intentó levantarse y se abalanzó nuevamente. Una nube densa y oscura me turbó la mente. Apenas puedo recordar lo qué sucedió.
Dice el fiscal que el cuchillo penetró directo al corazón. Apenas salió sangre porque, aparentemente, tuvo una hemorragia interna. Sus ojos, dominantes y duros, perdieron el brillo. Yo perdí la mente.
No sé exactamente cómo fueron los hechos. Solo puedo recordar sus ojos sin luz, y el asombro en un rostro acostumbrado a golpear y vencer. Luego, no sé cuánto tiempo pasó, alguien me llevó un vaso de agua, y la casa se llenó de policías.
En el piso había un cadáver. Estaba tapado con una sábana blanca y sus pies sobresalían. Alguien trataba de decirme algo que yo apenas entendía. De pronto miré hacia la puerta y choqué con los ojos de mis hijos. Me miraban con lástima. Pasaron por al lado del cadáver de su padre y ni siquiera voltearon la cara para verlo. Llegaron hasta mí y me abrazaron. Recuerdo ese abrazo como lo más agradable que me ha pasado en la vida.
Un agente uniformado me puso unas esposas en las manos. Caminé lentamente y miré al suelo. No sentí compasión. Sentí sosiego. A partir de ese momento tengo esa misma sensación de paz interna sin arrepentimientos absurdos. Dice el Fiscal que lo hice premeditadamente. ¡Qué demonios sabrá él lo que es quitarse de encima a un borracho abusador!
Y anoche vino. Parecía una sombra siniestra en busca de luz. Ya no le temo. Perdí el miedo desde aquel momento en que lo vi tirado en el suelo.
Mis hijos han empezado a vivir sin el atropello de un padre abusador y violento que nunca los quiso. Yo tuve la culpa. Nunca debí permitir que todo eso sucediera. Pero ellos están a tiempo. Son jóvenes. Mi sacrificio estará compensado en la libertad que ahora tendrán de vivir sin miedo. En el regocijo que siento cuando noto en sus ojos una dulzura que nunca antes había visto.
A veces tienen que suceder cosas horribles para que te des cuenta que la vida no sólo era lo que tenías. Para darte cuenta de que, más allá de lo que te habías procurado, existían otras cosas importantes.
Ahora presiento que no volverá, sabe que no le temo. Que ya nada es igual. Andará vagando entre las sombras de la muerte buscando la luz que nunca supo irradiar a los suyos. Será su castigo.
Sigo pensando que soy culpable de todo lo que ha sucedido, pero a partir de ahora tendré que dejar de ser la víctima que siempre he sido para empezar a vivir. No importa que sea detrás de unas rejas. Aún así, ahora soy libre.