Nunca vi tanques ni asesores yankees sino rusos en los desfiles militares donde los soldados daban hurras ‒a la usanza soviética y no norteamericana‒ al jefe del ejército. Ni fueron convocados por el Partido Republicano ni por el Demócrata sino por el Comunista de Cuba los actos políticos que eran como masivos lavados de cerebro y que tenían como telón de fondo enormes imágenes de los filósofos y políticos de Europa ‒y no de Norte América‒ Marx, Engels y Lenin. Tampoco aquella doctrina de odio contra todo aquel que tuviese una ideología diferente a la del socialismo era originaria de Carolina del Norte o de Boston ni lo era de estos lugares la idea de la Dictadura del Proletariado y del partido único. No fueron americanos los que terminaron de un plumazo con el más mínimo vestigio de propiedad privada (vendedores de churros y fritas, puestos de frutas y de viandas ‒malanga, ñame, calabaza, papa‒, heladeros, maniseros y merengueros). Aquella despiadada campaña gubernamental contra los pequeños comerciantes fue conocida como Ofensiva Revolucionaria y fue la estocada mortal contra el libre ejercicio de la autogestión de los individuos. E insisto en que no, que no fue en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos donde se dictó como premisa para las artes y la literatura aquello de «Con la Revolución, todo; contra la Revolución, nada», estableciendo, de tal modo, la censura más férrea, jamás conocida en ninguna otra nación de Latinoamérica, y haciendo añicos el derecho de los ciudadanos a expresarse libremente. No fueron ellos ‒los vecinos norteños‒ los que expropiaron e intervinieron las grandes empresas para convertirlas en presumibles bienes de toda la sociedad, inaugurándose así la era de la ineficiencia y del descalabro inherente a una economía centralizada. Nuestros amigos de la Coca Cola, de la Pepsi Cola y de otras tantas compañías no fueron sino víctimas de tales expropiaciones y saqueos y los cubanos dejamos de beber refrescos que valían la pena y de recibir otros productos y servicios de excelente calidad. Y todavía digo más: los jefes de los pelotones que llevaron a cabo los fusilamientos de miles y miles de cubanos, no gritaban «¡fire!» sino «¡fuego!» ni fueron tropas del pueblo de Lincoln sino multitudes ‒turbas‒ del propio pueblo que, enceguecidas por un fervor como de hienas o atizadas por la mano oculta y tenebrosa de los nuevos líderes, en los primeros días de la efervescencia revolucionaria, salían a las calles a pedir paredón para los que disentían o habían tenido alguna relación con el derrocado gobierno de Fulgencio Batista.
En fin, no fueron vaqueros asaltantes de bancos ni gansters de Chicago o New York sino una chusma criolla la que tomó el poder en el ’59 y ha estado manejado a su antojo y con métodos de bárbaros los destinos de los cubanos. Una chusma, una pandilla integrada por asesinos y ladrones y por hombres sin escrúpulos ‒pero muy bien aderezados con aquella barba de libertadores. Era la mismísima peste ‒con muy pocas excepciones‒ lo que bajó de los montes de la Sierra Maestra ‒cercanos a la ciudad de Santiago de Cuba‒, donde se habían alzado en pie de guerra ‒o escondido‒, para luego llegar y posesionarse en el Palacio Presidencial de La Habana. Cuba entera vio por la televisión el aura roja y reverberante del flamante líder de los rebeldes celebrar su victoria y diciendo aquel discurso típico de un encantador de serpientes. Era la hora suprema y feliz de un Atilas, de pedigree gallego ‒y no sajón‒, que afilaba sus uñas y su látigo para flagelar sin treguas a todos sus compatriotas y reducirlos a ciudadanos de segunda categoría. Desde entonces se impuso el terror en el país y se implantó el más vergonzoso apartheid de la historia moderna. Tal segregación continua vigente porque el gobierno cubano ‒y no el estadounidense‒ sigue prohibiendo el acceso de los propios nacionales a ciertas playas e instalaciones hoteleras destinadas exclusivamente al turismo extranjero. Pero no fue el Fondo Monetario Internacional ni los accionistas de Wall Street los que desvalorizaron el peso cubano‒con el que se le paga al obrero y al profesional‒ y lo convirtieron en risible caricatura del dinero para darle valor y poderes excepcionales al dollar y a toda moneda no-cubana y no fueron aquéllos los que crearon un mercado inaccesible para el criollo, a menos que éste reciba remesas o especule. La bestia usurpadora y criminal ‒envejecida en su trono‒ mantiene todavía sometido a nuestro noble pueblo a un bloqueo tan brutal que no tiene comparación con el embargo que la Casa Blanca impusiese al gobierno ‒y no al pueblo‒ de nuestro país como respuesta a la expropiación arbitraria de propiedades y negocios norteamericanos, lo que no fue compensado debidamente... y no merece otro nombre que robo eso de apropiarse de lo ajeno. Sin embargo, para nada me afectó a mí ni a los míos la medida norteamericana. Más bien lo que hay que decir es que han sido bloqueadas nuestras libertades y economías por todas las medidas del Gobierno Revolucionario de Cuba. Ni una sola ley revolucionaria tiene por objeto hacer feliz nadie. Todo lo contrario. Entonces no es resultado de ningún bloqueo o embargo o ley de ningún gobierno extranjero sino del propio, la miseria y el hambre que padecen los cubanos y esa visible tristeza y desesperanza. No fueron los greengos los que crearon artificialmente la escasez de alimentos para implementar la tarjeta de racionamiento y así asegurar la dependencia de cada ciudadano con el Estado y, por tanto, el poder de los pandilleros castristas. ¡Ah… y La Habana está así, en ruinas; no porque aviones tipo Delta de la Fuerza Aérea Norteamericana dejaron caer bombas o lanzaron misiles sobre lo que fuera una de las ciudades más bellas de América Latina sino por la abrupta sustitución de una cultura de prosperidad y amor por una ‒medio paria‒ de desdén y desprecio por nuestras tradiciones y valores!
Entonces, ¿qué hacemos los cubanos de la Isla o del exilio discutiendo, como verdaderos injerencistas, con quién debe o no tener relaciones diplomáticas y comerciales los Estados Unidos de Norteamerica? Es que no veo para qué ni por qué hay que exigirle a un presidente extranjero que debe sentarse a la mesa de negociaciones para solucionar un problema únicamente generado por elementos y causas nacionales. Debe quedarnos muy claro que no es un poder foráneo lo que nos oprime y menoscaba nuestras libertades ni lo que nos sumergió en el Infierno. No nos hagamos los ingenuos.
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