domingo, 17 de octubre de 2010

Cuentos: Lydia Cabrera



Dibujo dedicado a Lydia Cabrera. Alejandro Aguilera

Cuentos Negros de Cuba


Este libro es un rico aporte a la literatura
folklórica de Cuba. Que es blanquinegra,
pese a las actitudes negativas que suelen
adoptarse por ignorancia, no siempre censurable,
o por vanidad tan prejuiciosa como
ridícula. Son muchos en Cuba los negativistas;
pero la verdadera cultura y el positive progreso
están en las afirmaciones de las realidades
y no en los reniegos.Todo pueblo que se
niega a sí mismi está en trance de suicidio.
Lo dice un proverbio afrocubano:

“chivo que
rompe tambor con su pellejo paga”.
Fernando Ortiz

LA CARTA DE LIBERTAD
Cuando los animales hablaban, eran
buenos amigos entre sí y se entendían con el
hombre, ya el perro era esclavo. Ya amaba al
hombre sobre todas las cosas.
En aquella época —de horas largas y
poca prisa—, el Gato, el Perro y el Ratón,
eran inseparables. Los mejores compadres
de Cuba solían reunirse en el traspatio de
una gran casa de la Alameda, en cuyos
vidrios de colores, todavía no hace mucho,
venían a morir los reflejos del mar. Allí, al
pie de un laurel —que el tiempo Nuevo asesinó
con todos sus pájaros— pasaban charlando
la prima noche.
Una vez que el Gato y el Ratón,
que tenía gran comercio con los libros, era
un erudito, hacían el elogio de la libertad y
discutían largamente los derechos de todos
los hijos de la tierra, sin exceptuar los del
Aire y los del Agua, el Perro se dio cuenta de
que él era esclavo y se entristeció… Al día
siguiente fue a ver a Olofi: ¡Badá didé odiddena!
[¡Levántate, viejo, levántate!] Y le
pidió una cédula de libertad.
El Viejo más viejo del cielo se
quedó un tanto perplejo, dudando mucho
en complacer al perro, considerándolo con
sus ojillos socarrones que todo lo ven de
antemano y rascándose detrás de la oreja.
Pero al fin, después de encogerse de hombros
y escupir muy negro por el colmillo —
según costumbre suya al tomar una decisión—
trazó su nombre sobre una hoja de

pergamino y le dio al perro, en toda regla,
la ansiada carta de Libertad. Aquella misma
noche, el Perro, muy orondo, se la mostraba
a sus amigos.
—¡Guárdela bien, Compadre! ¡Como
oro en paño! — le recomendó mucho el
Gato al despedirse. Y el Perro, pensando
que en ningún sitio podía estar más segura,
no teniendo bolsillos se la guardó en el trasero.
Pero el precioso documento, allí encerrado,
le escocía atrozmente…Le produjo
una angustiosa desazón que fue en aumento:
se vio obligado a andar en una actitud grotesca,
las patas de atrás desmesuradamente
abiertas. No se atrevía a hacer el menor
gesto, a expresar ningún sentimiento con la
cola. De repente una picazón terrible le acometía,
con ansias violentas de correr, de frotarse
desesperadamente el trasero con la tierra,
sin medir las consecuencias de este acto;
accesos estos, que cuando para vergüenza
suya, tenían lugar en la calle, provocaban a
risa a todo el mundo. Y era una tortura. La
preocupación constante de perder la cédula,
le tenía ocupado todo el día. Temiendo
algún descuido que emborronara el texto,
Compadre Perro se abstuvo de tomar alimento
y, por ultimo, no sabiendo qué escoger,
la libertad o el martirio, se extrajo el
documento y lo dio a guardar a su
Compadre el Gato.
El Gato pensó que era una responsabilidad
exponer una cédula de libertad a
la intemperie, a la vida azarosa del tejado y
se la llevó a Compadre Ratón que tenía
techada la casa… Y fue a casa de Compadre
Ratón. Este había salido a la bodega a comprar
queso… Lo recibió la Ratona, y a ella
le confió la carta, con toda clase de recomendaciones.
Comadre Ratona tenía dolores
de parto. Cogió la carta, la ripió, hizo su
nido…

En esto el Perro tuvo un vivo altercado con su dueño.
El Perro había dicho:¡Dame un hueso más!
El amo había replicado: No me da la gana.
El Perro se le encaró al hombre. Este
iba a levantar el látigo…
• ¡Necesito comer mucho más, porque soy libre…!
El hombre decía: ¡Comerás lo que a mí me parezca! Esclavo naciste. ¡Eres mi esclavo!
• No, Señor mi Amo, no soy tu esclavo,
• y su cola aprobaba delirante— tengo mi carta de libertad.
• Si es así… ¡muéstramela enseguida!
El Perro salió al traspatio y llamó a su amigo el Gato.
• ¡Compadre Gato, pronto: mi carta de libertad! El Gato llamó al Ratón.
• Compadre Ratón, pronto: la carta de libertad de Compadre Perro, que está en poder de Comadre Ratona.
El Ratón corrió a su casa. La Ratona dormía, con siete ratoncitos, entre los ripios del pergamino… El Ratón volvió corriendo con el alma en grima y le habló al oído a Compadre Gato, que se llevó las manos a la cabeza. Y fue la primera vez que el Gato hizo ¡¡Fuf !! y saltó, uñas desnudas, sobre el Ratón; y esta fue la primera vez que el Perro saltó sobre el Gato y le clavó los colmillos en el cogote. En los ojos fuego verde, el Gato se defendía boca arriba; se hizo un ruedo de aullidos, de zarpazos, de mordiscos y de sangre. El Ratón, como era chico, se escabulló y se metió en la cueva.
El Gato, erizado, maltrecho, trepó al
laurel; de una rama ganó el tejado y, en el alero, tendido como un arco, seguía bufando y desafiando al Perro.
Pero Compadre Perro fue a lamerle las
manos a su dueño, y se echo a sus pies sin
más explicaciones.





A mi juicio —y es sabido que no soy amigo de malgastar elogios—, Los Cuentos Negros de Lydia Cabrera merecen plenamente el título de obra maestra... Alejo Carpentier


EL LIMO DEL ALMENDARES


El Alcalde dio un bando proclamando que en todo el mundo no había mulata más linda que Soyán Dekín.
Billillo, un calesero, quería a Soyán Dekín, pero nunca se lo había dicho por temor a un desaire: que si ella era linda, pretenciosa, resabiosa, él no era negro de pacotilla.
Hubo fiesta en el Cabildo, en honor de Soyán Dekín. Fue el Alcalde. Y Soyán Dekín, reina, pavoneándose. Arrollando con la bonitura. Y baila que baila con el Alcalde.
A Billillo esto se le hizo veneno en el corazón. Sin querer mirarla tan fantasiosa -- porque desprecio no repara --, se le iban los ojos detrás de su brillo y su contoneo; y siempre la encontraba con el blanco, paliqueando o de pareja.
Contimás, cariñosa.
¡Caramba con la mulata! que debió haber nacido para untarse esencias y mecerse en estrado. Era de ringo-rango. ¡Y con aquel mantón de seda que coquetea, y la bata de nansú, buena estaba la mulata, buena estaba Soyán Dekín en su apogeo, para querida de un Don! ¡Y a echárselas con los negros de lirio blanco!
Billillo afilió su odio.
Para no desgraciarse dejó la fiesta, y los demonios se lo iban llevando por las calles oscuras. Y el cornetín, allá en el Cabildo, tenía a la noche en vela. Y Billillo -- ya Dios lo haya perdonado -- fue donde el brujo de la Ceiba, que vivía metido en la muerte y solo se ocupaba en obras malas.
Soyán Dekín dormía las mañanas con señorío. Ni los ruidos de la calle tempranera, ni la rebujiña del vecindario en el patio común, le espantaban el sueño.
Hasta muy sonadas las once, no pensaba en levantarse; y por su cara bonita, nunca hacía nada. Era su madre -- planchadora inmejorable -- quien trajinaba en la casa y quien ganaba el sustento: ella al espejo o en la ventana. ¡Zangandonga!
Soyán Dekín volvió del cabildo de madrugada. Y no se acostó. A la hora de las frutas y las viandas, cuando la calle se llenó de pregones y el chino vendedor de pescado llamó en el postigo, Soyán Dekín le dijo a su madre:

-- «Dame la ropa sucia; voy a lavar al río.»

-- « ¡Tú tan linda, y después del baile lavando la ropa! »

Pero Soyán Dekín, como si alguien invisible se lo ordenara susurrándole al oído, gravemente repitió:

-- «Sí, Mamita, venga la ropa; hoy tengo que lavar en el río.»

La vieja, que se había acostumbrado a no contrariarla en lo más mínimo, hizo un lío de toda la ropa que había en la casa y se lo entregó a su hija, que se marchó llevando el burujón en la cabeza.
Y dicen que el sol no ha vuelto a ver criatura mejor formada, ni más graciosa, ni más cimbreña -- la brisa en su bata y por nimbo la mañana --, que Soyán Dekín aquel día, camino del Almendares. Ni en todo el mundo ha habido mulata más linda que Soyán Dekín: mulata de Cuba, habanera, sabrosa; lavada de albahaca, para ahuyentar pesares...
Donde el río se hizo arroyo y el agua se hizo niña, jugando a flor de tierra Soyán Dekín desató el lío de ropa y arrodillándose sobre una piedra, se puso a lavar.
Todo era verde como una esmeralda y Soyán Dekín se fue sintiendo presa, aislada en un cerco mágico: sola en el centro de un mundo imperturbable de vidrio.
Una presencia nueva en la calma la hizo alzar los ojos y vio a Billillo a pocos pasos de ella, metido en el agua, armado de un fusil e inmóvil como una estatuta. Y Soyán Dekín tuvo miedo: miedo al agua niña, sin secreto, al silencio, a la luz; al misterio, tan desnudo de repente...

-- « ¡Qué casualidad, Billillo, encontrarte aquí! ¿Has venido a cazar, Billillo? Billillo, anoche en el baile te anduvieron buscando Altagracia y Eliodora, y María Juana, la del Limonar... Y yo pensé, Billillo, que bailarías conmigo. Billillo... no te lo digo por falacia, nadie borda el baile en un ladrillo como tú.»

Pero Billillo no oía, ausente de la vida. Tenía los ojos fijos, desprendidos y vidriosos de un cadáver. Sus brazos empezaron entonces a moverse rígidos y lentos; como un autómata cargaba el fusil y disparaba al aire en todas direcciones.

-- «¡Billillo!»

Soyán Dekín quiso huir. No pudo levantar los pies: la piedra la retuvo; El lecho del arroyo, de tan poco fondo, y donde los guijarros, al alcance de la mano, brillaban como las cuentas azules, desprendidas de un collar de Yemayá, se iba ahondando; el agua limpia y clara que antes jugaba infantil a flor de tierra, se tornó grande, profunda y secreta.
La piedra avanzó por sí sola, llevándose cautiva a Soyán Dekín, que se halló en mitad de un río anchuroso, turbio, y empezó a hundirse lentamente.
Tan cerca, que casi podía rozarlo, Billillo seguía inmutable, cargando y disparando su fusil a los cuatro vientos; y el agua no se abría a sus pies, insondable, para tragárselo como a ella, poco a poco.

-- « ¡Billillo! -- gritaba Soyán Dekín -- ¡Sálvame! ¡Mírame! Ten compasión de mí. Yo tan linda... ¿cómo he de morir?»

(Pero Billillo, no oía, no veía.)

-- «¡Billillo, negro malo, corazón de piedra!»

(Y Soyán Dekín se hundía despacio, fatalmente.)

Ya le daba el agua por la cintura. Pensó en su madre, y la llamó...

-- « ¡Soyán Dekín. Dekín Soyán!
¡Soyán Dekín, Dekín, duele yo! »

La vieja que estaba planchando con arte, pecheras blancas de mil alforzas, tembló toda de angustia.

-- « ¡Soyán Dekín. Dekín Soyán!
¡Soyán Dekín, Dekín, duele yo! »

Se lanzó a la calle desesperada, medio desnuda, sin echarse a los hombros su pañolón; fue a pedir auxilio, llorando, a las vecinas. Llamaron a un alguacil.

-- «¿Quién ha visto pasar a Soyán Dekín? Soyán Dekín, que iba al río...»

Recorrieron las dos orillas del Almendares.

La vieja seguía escuchando los lamentos de su hija, en la celada del agua.

-- « ¡Dekín! ¡Duelo yo!... »

También la oían ahora las vecinas y el alguacil. Todos, menos Billillo.
Ya Soyán Dekín sólo tenía la cabeza de fuera.

-- « ¡Ay, Bellillo, esto es bilongo! (1) Negritillo, adiós... Y yo que te quería, mi santo, y tú que me gustabas, negro, y no te lo daba a entender por importancioso. ¡Por no sufrir un desaire!»

Billillo pareció despertar bruscamente de su sueño. Un sueño que hubiera durado mucho tiempo o toda la vida.
El río había cubierto totalmente a Soyán Dekín; flotaba su cabellera inmensa en el agua verde, sombría.
Rápido, Billillo, libres todos sus miembros, la asió por el pelo; tiró de ella con todas sus fuerzas.
La piedra no soltó su presa... Billillo se quedó con un mechón en cada mano.
Tres días seguidos las mujeres y el alguacil buscaron el cuerpo de Soyán Dekín.
El Almendrales lo guardó para siempre. Y aseguran -- lo ha visto Chémbe, el camaronero -- que en los sitios donde es más limpio y más profundo el río se ve en el fondo una mulata bellísima, que al moverse dilata el corazón del agua.
Soyán Dekín en la pupila verde del agua.
De noche, la mulata emerge y pasea la superficie, sin acercarse nunca a la orilla.
En la orilla, llora un negro...


(El pelo de Soyán Dekín es el limo del Almendares).)


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